El insondable corazón del elector

29 de Enero de 2018

La primera vez que me topé con el corazón del elector todavía no era candidata a nada. Fue en 1982 con el debate televisado que sostuve con Luis Pazos. Él culpaba de la crisis de la deuda al gobierno, yo a los efectos en México de la política de altas tasas de interés del entonces presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker.

Recuerdo que al día siguiente fui al súper y muchas señoras me felicitaban y abrazaban por mi “triunfo”. Me quedé perpleja: ¿sabían ellas de la estrategia de shock de Volcker que elevó la tasa de referencia de 4.5 % a 20 %? ¿Qué les atrajo de mis argumentos?

Precisamente un año después, en 1983, el sicólogo norteamericano Howard Gardner publicó su obra sobre las Inteligencias múltiples, una hipótesis que plantea que la inteligencia cerebral, la mente rápida que resuelve ya sea acertijos matemáticos o lógicos es apenas una de las formas en cómo se manifiesta la inteligencia. Habrá el artista visual que no le interesa resolver una sencilla ecuación, pero logra obras perenes y conmovedoras. O la persona que con escasa educación formal, pero con notable inteligencia emocional resuelve en forma acertada dilemas trascendentes de su vida.

Y lo contrario también es cierto. Tres ejemplos, Brexit, la elección de Donald Trump y el voto en contra del proceso de paz de Colombia, parecen confirmar que esos electores votaron con escasa inteligencia racional, favoreciendo, respectivamente, opciones en contra de la economía británica, a favor de un troglodita pandillero e inestable y debilitando una opción para poner fin a 50 años de cruel lucha guerrillera en Colombia.

La conclusión a la que hace décadas llegaron los estrategas de campañas electorales es que la mayoría de los electores no vota racionalmente, no vota “cerebralmente”. Más allá de los argumentos lógicos, de las estadísticas, de la información precisa que los candidatos esgrimen en un debate, los electores —o la mayor parte de ellos—escuchan otro debate, uno que juzga los atributos emocionales de los debatientes: “que no se deja” (quizá, esto fue lo que atrajo a mis futuras votantes); que es “echado p’adelante”; que mostró el mejor humor; que tuvo el lenguaje corporal más convincente; que es el más auténtico; que contó la mejor historia y tantos puntos de vista del caleidoscopio que forman las opiniones de cientos de miles y millones de electores. En The Political Brain, the role of emotion in deciding the fate of the nation (El cerebro político: el papel de la emoción para decidir el destino de la nación), del sicólogo Drew Westen, analiza el debate entre George W. Bush, clasificado hoy día como uno de los cuatro peores presidentes de Estados Unidos y Al Gore, experto en cambio climático. Mientras que Gore fue cerebral y evitó la confrontación frente a un Bush que le reclamaba haber dejado pasar los devaneos de Bill Clinton, el electorado, especialmente el electorado sureño del exvicepresidente, interpretaba la falta de respuesta a los insultos del junior Bush como un ataque al honor que nunca debió haber dejado pasar. Algo no muy diferente puede decirse de la derrotada candidatura de Hillary Clinton frente al mercurial Donald Trump. Si a las mujeres se nos acusa de emocionales y cercanas a la histeria, Hillary sería cerebral y equilibrada. Si su esposo había sido un acosador incansable, su respuesta a esos cuestionamientos sería pasteurizada. Los electores a los que tenía que convencer, los que no constituían el voto duro demócrata o feminista, se encandilaron con la retórica brutal de Trump y fueron sordos a la lógica cerebral de Hillary.

Lo fuerte del candidato priista Meade es lo cerebral, no es líder, es perene secretario de Hacienda. Lo que sabe no lo puede traducir al lenguaje de las emociones que capta la mayor parte del electorado. ¿Qué imagen es más poderosa? ¿La del gobernador Javier Corral luchando contra la corrupción, siendo reprimido por la Secretaría de Hacienda de los continuadores de Meade o las iniciativas legislativas tardes e inoportunas del candidato? Obras son amores.

0Elecciones

La candidatura de Andrés Manuel López Obrador es la última de la tradición priista justiciera, resuena bien entre las generaciones educadas en los mitos inventados para propiciar la formación de una identidad nacional, entre ellos, el de la historia como una sucesión de héroes y caudillos.

La inminente candidatura de Ricardo Anaya, apoyada por el Frente formado por el Partido Acción Nacional, el de la Revolución Democrática y Movimiento Ciudadano, es la única no priista de las tres principales candidaturas y su caudal de votos natural es el voto joven. Que Anaya toque la guitarra irrita a los del voto cerebral, pero manda un mensaje a los jóvenes. Su reto formidable es ganar el voto de la emoción constructiva, inspirar y entusiasmar, invitar a participar en la construcción de un futuro formidable y posible para México: ¡Se puede! Nos vemos en Twitter: @ceciliasotog y fb.com/ceciliasotomx.

 

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