El techo de cristal resiste

Un texto sobre el techo de cristal en Estados Unidos.

Gail Collins, The New York Times, 11 de noviembre, 2016.

A Hillary Clinton le tomó un rato hablar sobre la idea de una mujer presidenta. No lo recalcó en su campaña de 2008. Pero la gente se acercaba a ella con fotos de sus abuelas que votaron por primera vez en 1920. Otras le pedían culminar el trabajo de modo que pudieran ver a una mujer en la Casa Blanca antes de morir.

El sueño se esfumó.

“Ahora sé ‒lo sé‒ que no hemos roto este alto y duro techo de cristal”, dijo Clinton a sus afligidas apoyadoras. Fue el miércoles por la mañana temprano cuando ella dio su discurso de aceptación [de la derrota], ganadora del voto popular pero perdedora a fin de cuentas. Dijo a todas las jóvenes que la observaban ‒y probablemente había ahí chicas observando, pues el entusiasmo había sido muy grande‒ “nunca duden que ustedes son valiosas, poderosas y merecedoras de todas las oportunidades del mundo para perseguir y lograr sus sueños.”

Y así terminó todo. Pero cuando vemos la campaña de Clinton como parte de la historia, vemos algo diferente a la abrupta y sorprendente derrota que sus apoyadoras experimentaron la semana pasada. Fue un gran paso en una travesía que ha sido inspiradora y larga, realmente larga.

Cuando los maestros de historia quieren incluir a la mujer en la historia de la Revolución Americana, a menudo hacen a sus estudiantes leer la famosa carta que Abigail Adams escribió a su esposo en 1776, pidiéndole “recordar a las damas” y promulgar leyes que “dejen fuera del poder a los viciosos y desenfrenados que nos usan con crueldad.” Los niños no son generalmente alentados para promover la respuesta de Adams: “Respecto de tu extraordinario código de leyes, no puedo sino reír.”

Tomaría tiempo, por decir lo menos, más de un siglo, para que gran parte del país empezara a hablar seriamente sobre si se debía permitir votar a las mujeres. En la primera convención de los derechos de las mujeres en Seneca Falls en 1848, nadie pareció imaginar una mujer presidenta. Cuando las mujeres de Rochester organizaron una reunión de seguimiento, muchas de las líderes de Seneca Falls se sorprendieron de que una mujer estuviera presidiendo la reunión (en Seneca Falls, el marido de Lucrecia Mott, James, dirigió el programa).

Empezar a despegar costó mucho esfuerzo al movimiento sufragista. “Sacar de la Constitución la palabra ‘masculino’ costó a las mujeres 52 años de campaña sin pausa”, dijo Carrie Chapman Catt, la líder del movimiento, enjaretando las listas hechas por gente que sabe que su mayor logro puede ser solo checar cuántas cosas más están fuera de la lista (“…56 campañas de referéndum para votantes masculinos; 480 campañas para demandar a las legislaturas que presentaran enmiendas de sufragio a los votantes… 277 campañas para persuadir a los convenciones estatales partidistas que incluyeran a las mujeres en las plantillas de votación…”)

Hillary Clinton fue la heredera perfecta de esta tradición. “Será una larga faena”, dijo hace un año y, wow, tenía razón. Después de su apretada derrota, algunos analistas se preguntaron si el problema había sido lo aburrido de su campaña. La gente más joven vio el salto de Barack Obama a la escena pública y dar lo mejor del país con su oratoria convincente, su personalidad serena y su visión ‒algo vaga pero maravillosa‒ de una nueva política estadounidense en la que todos deberían trabajar juntos por el bien común. Y así, súbitamente, había un hombre negro en la Casa Blanca. Fue un logro tan inesperado que muchos americanos lloraron de alegría y asombro.

Clinton no dio el salto, caminó penosamente. La diferencia de su carrera política con la de Obama es, en cierta forma, un reflejo perfecto de la diferencia entre el movimiento de los derechos civiles y el movimiento de las mujeres por la igualdad de derechos. Históricamente, los negros de Estados Unidos han sido un grupo separado, víctimas de brutalidad e injusticias sin fin. Cuando respondieron, la mayoría blanca reaccionó con rabia y violencia. Luego, después de años de plantones, marchas de protesta y enfrentamientos sangrientos por la libertad, los buenos ganaron. Por supuesto, la injustica racial continuó. Pero nunca olvidaremos este drama épico.

Las mujeres tenían unos cuantos derechos valiosos, pero no eran un grupo separado, esclavizado. Vivían en las recámaras y salones de las figuras de autoridad masculina que eran sus maridos, padres, hermanos e hijos. Cuando se rebelaron, se burlaron de ellas. Las mujeres trataban de ganar contra hombres que eran simultáneamente sus amantes y opresores con un paso lento y paciente para cambiar sus mentes ‒recuerden todas aquellas peticiones y referéndums.

“Nuestro movimiento está retrasado y, como todas las cosas, pospuesto por mucho tiempo. Ahora está en boca de todos”, sentenció Elizabeth Cady Stanton poco antes de morir en 1902.

Un referéndum de 1915 en Nueva York trajo consigo 10,300 mítines, 7.5 millones de volantes y una manifestación de 20,000 personas. Las mujeres perdieron de todos modos. La oposición fue alentada, entre otros, por The New York Times. Dos años después, cuando la presión por el sufragio nacional aumentó, el periódico argumentó que el país estaba en guerra y que en un tiempo de peligro, “los hombres fuertes deben tomar las decisiones que determinan las políticas.” (El hombre que supervisó la campaña anti-sufragio fue Charles Miller, cuyo retrato colgaba en la sala del consejo editorial del Times. Cuando fui la responsable de la página editorial, acostumbraba caminar de vez en cuando hacia él y susurrar “Conseguiste lo que querías”.)

Cuando la gran victoria llegó en 1920, las sufragistas esperaban una transformación nacional. El voto de las mujeres iba a significar gobiernos más honestos, mejor educación, viviendas seguras y muchas otras mejoras en la vida de las familias del país. En un rápido avance de lo que se suponía iba a ocurrir, el Congreso aprobó la Ley Sheppard-Towner de Protección a la Maternidad y La Infancia en 1921 ‒modesto programa de educación de las mujeres pobres sobre cuidado infantil y de establecimiento de clínicas en las zonas rurales empobrecidas.

El Congreso la rechazó en 1929. Resultó que las mujeres estaban votando muy parecido que sus maridos ‒sobre la base de su etnicidad, clase económica y ubicación geográfica. No fue sino hasta los 1980 que los encuestadores empezaron a notar una disparidad ‒que las mujeres votantes estaban más interesadas en programas domésticos como educación y seguridad social. Se inclinaban por los demócratas pero no presentaban asuntos de género. Este año, 2016, con la primera mujer nominada contra un hombre prácticamente definido por una grabación sobre sus hazañas con chicas, mucha gente esperaba que la largamente esperada marea del “voto de las mujeres” finalmente arribaría. Pero no ocurrió.

Entre tanto, el movimiento de las mujeres había transformado al país. Las palabras de Abigail Adams tuvieron finalmente la respuesta correcta ‒un torrente de leyes garantizaba ya la igualdad legal en todo, desde el trabajo hasta el deporte en el colegio. Fue un nuevo mundo total, pero con los hombres en la cima. En 1964, cuando Margaret Chase Smith compitió por la nominación republicana a la presidencia, gran parte del país vio estrafalaria la idea. Un columnista de Los Angeles Times propuso que los candidatos debían tener entre 45 y 55 años (Smith tenía 66) y anotó que, desafortunadamente, las mujeres de esa edad pasaban por ciertos cambios innombrables que las hacían no confiables.

Pero marcó una diferencia. La joven Hillary Rodham abrió la revista Life y vio la historia de Smith. “No tenía idea de que hubiera tal mujer”, recordó Clinton.

Shirley Chisholm, congresista de Nueva York, lo intentó después. Si la gente asumía que los presidentes negros o presidentas mujeres debían esperar hasta algún vago momento futuro, Chisholm decidió que “1972 era el tiempo para hacer llegar ese día.” Fue la primera mujer que compitió por el lado demócrata, un símbolo sutil no una contendiente seria.

Y luego llegó Hillary Clinton. De muchas maneras, era inevitable. Si las primeras mujeres electas al Congreso frecuentemente tomaban los asientos de sus maridos muertos o retirados, ahí estaba ella, una ex primera dama. Si el camino de las mujeres al poder político llevó un siglo de lucha, ella era el epítome de una luchadora entregada. Era la secretaria de Estado que viajó 956,733 millas y visitó 112 países en cuatro años en el puesto. Hizo ciertamente algunas misiones críticas, pero la mayoría de esas millas fueron dedicadas a apoyar a luchadoras de perfil bajo. Vean a Clinton conversar sobre pollos con una granjera keniana y escucharán un eco histórico de Eleanor Roosevelt ayudando a granjeras de Virginia a comprar sus primeros refrigeradores.

Millones de mujeres que votaron el martes 8 de noviembre pueden recordar el tiempo en que sus tarjetas de crédito venían a nombre de sus maridos o sus padres, el tiempo en que una doctora era tan rara que inevitablemente se le refería como “la mujer doctor”, y cuando el supuesto de que la mujer debía estar en casa durante el día cuidando la casa estaba tan arraigado que algunos estados designaban jurados de puros hombres. Much@s sintieron que el final justo de la historia era una mujer en la Casa Blanca.

Ahora algunas pueden estar preocupadas de que morirán antes de ver una mujer electa presidenta. Acaso Hillary Clinton piensa así también. Pero en la larga y sorprendente historia, celebramos los pasos dados. Susan B. Anthony no vivió para votar, pero el Día de la Elección de 2016 las mujeres hicieron fila para poner flores en su tumba.

Pronto habrá otra nominada a la candidatura a la presidencia. Quizá estará en la tradición de Clinton, las grandes y gloriosas abejas estadounidenses. Acaso ella dará el salto, como lo hizo Barack Obama, una cara nueva con un nuevo mensaje. Lo único que podemos decir ahora es que cuando hablemos de cómo ella llegó hasta ahí, estaremos contando la historia de Hillary Clinton.

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