2 de Julio de 2018
Andrés Manuel López Obrador ha sido, sin duda, un candidato fuera de serie. Forjado en las derrotas, supo leer el anhelo de los mexicanos de un cambio de época, de un cambio profundo. A él y su encomiable tesón, debemos uno de los mejores resultados de la elección: la derrota aplastante del PRI.
Y no me refiero a sus militantes, la mayoría de ellos mexicanos de bien, sino a la prolongación de un modo de hacer política en el que la corrupción, el compadrazgo, el clientelismo y la falta de principios fueron convirtiéndose en la norma para mantener el poder. Perdidas las gubernaturas, disminuidas las posiciones en las cámaras, se secarán las fuentes de poder y de recursos para un control político basado en apetitos comerciales, no políticos. Adiós al PRI y qué bueno.
Repito: AMLO ha sido un candidato formidable, talentoso, creativo y resiliente. Sus habilidades, forjadas y mejoradas por sus derrotas anteriores, se potenciaron gracias al ánimo nacional y a los avances democráticos a los que hemos contribuido quienes dimos las batallas de 1968 y 1971, la resistencia al fraude de 1988, los ingeniosos artífices de las leyes electorales del IFE y del INE, las rebeliones indígenas, los que estuvimos a favor y en contra de los resultados de 2006, los que nos opusimos en las cámaras a tantas leyes injustas, las decenas de miles de integrantes de las organizaciones civiles que se opusieron a la guerra como estrategia de seguridad, los activistas que crearon el Sistema Nacional Anticorrupción, los cientos de periodistas que lucharon por la verdad, quienes dieron su vida por ésta y tantos héroes y heroínas anónimos a los que debemos este momento de intenso ejercicio democrático y aunque le deseo la mejor de las suertes para su Presidencia, su primer discurso me hace abrigar serias dudas de que sea un buen Presidente. Explico por qué.
El candidato triunfador fue mezquino hacia los candidatos de las dos coaliciones adversarias. Mientras que tanto José Antonio Meade Kuribreña y Ricardo Anaya Cortés pronunciaron explícitamente el nombre López Obrador en varias ocasiones, él no fue capaz de nombrarlos y de agradecer el gesto de generosidad de ambos al reconocer rápidamente el triunfo del candidato tabasqueño. Síntoma de esa pequeñez, fue el elogio al “comportamiento ejemplar” del presidente Enrique Peña Nieto en esta campaña electoral, lo que es una verdad a medias. En efecto, fue ejemplar respecto a López Obrador. Pero hace mucho que no se veía un uso tan faccioso de las instituciones del Estado en contra de un candidato, como fue el caso del uso de la PGR en contra de Ricardo Anaya.
Pero lo anterior apenas representaría un pequeño gusto de su carácter: el de no conceder nada a sus adversarios. Esto no representaría un problema serio para el país, apenas uno para su hígado.
Discrepo, en cambio, de varios de los conceptos fundamentales que organizarían su gobierno.
La idea de que la corrupción es el origen de todos los males, incluyendo la desigualdad. La de la corrupción como una intervención externa, ajena al carácter de los mexicanos, que llega a alterar la conducta pura del pueblo “bueno, honrado y trabajador”. La idea de que las causas directas de la inseguridad son la pobreza y la desigualdad y no cambios en el tráfico de estupefacientes, propiciados básicamente por EU, que hicieron que el crimen organizado encontrara en México una nueva ruta y un nuevo territorio que explotar. La idea de un Mando Único en la seguridad y en el control policiaco. La idea tonta de que la crisis de seguridad puede resolverse con buena voluntad, intervención de líderes espirituales y una estrategia de reconciliación.
El pueblo mexicano es bueno, honrado y trabajador. Pero no son marcianos los que mutilan, ejecutan, desaparecen a miles, violan y matan a mujeres, los que extorsionan a los del puesto de tacos, a los pequeños empresarios, a los emprendedores, utilizando las inspecciones del Seguro Social y de la Profeco. Mexicanos son los asesinos de 134 políticos sacrificados en estas elecciones. Son compatriotas también los que desaparecieron a los 43 estudiantes de Ayotzinapa, los que no se siente culpables por disolver los cuerpos en ácido. En todos nosotros conviven ángeles y demonios y un potencial corruptor.
La corrupción es apenas un componente del complejo panorama que heredará al próximo Presidente y no, necesariamente, el más desafiante. Lo felicito por su triunfo y al mismo tiempo disiento de su diagnóstico. Y nos vemos en Twitter: @ceciliasotog y fb.com/ceciliasotomx.
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