25 de Septiembre de 2017
“La naturaleza no tiene palabra” fue el cliché repetido hasta el cansancio por los comunicadores al referirse al sismo del 19 de septiembre de este año. Es exactamente al revés: somos nosotros los que no tenemos palabra. La naturaleza ya nos había advertido en los sismos de otras décadas y años que ciertas zonas de la ciudad son especialmente vulnerables.
En la esquina de Laredo y Nuevo León, en la colonia Condesa, estuvo el único edificio que cayó en 1985. En Laredo y Amsterdam se derrumbó un edificio en este septiembre con varias víctimas mortales y en Laredo y Parque México se encuentra un edificio con daño estructural. Es arrogancia, o hibris como dijeran los griegos, insistir en construir en zonas, barrios, cuadras en las que la exnaturaleza lacustre del suelo se convierte en un potencial amplificador de la onda sísmica. El saldo blanco del sismo de 8.2 grados del 7 de septiembre alimentó la ilusión de que la Ciudad había vencido en su disputa con la naturaleza. Sufrimos una ceguera propia del siglo pasado: la tecnoutopía, la que cree que la tecnología todo lo puede vencer, la de los ingenieros prometeicos que diseñan sistemas de pilotes más profundos y nuevos y mejores materiales para que el acero de las columnas “trabaje” cuando llegan las oscilaciones de las ondas sísmicas y así poder construir donde sea y especialmente donde el precio del suelo sea mayor. La mayoría de los edificios construidos pos 1985 resistieron bien en estas dos ocasiones, pero la psique de los habitantes ha vivido una experiencia profundamente traumática. ¿Vale la pena?
El sismo del 19 de septiembre demostró que la “resiliencia”, la capacidad de resistir y salir airosa de grandes desafíos, no es en sí de la ciudad y menos de su infraestructura castigada por presupuestos indebidamente mezquinos. El Fondo de Capitalidad se creó por primera vez en 2014, pero año con año se le regatean recursos. La resiliencia está en el carácter de sus ciudadanos, “los de la CDMX”, los chilangos que día a día vencen amorosamente las adversidades y que son un misterio para los sociólogos, declaran a encuestadores que no están nada satisfechos, pero que son felices. Los capitalinos que diligentemente llevaron a cabo 32 megasimulacros acumulados este pasado 19 de septiembre y que en su gran mayoría demostró calma y disciplina durante el ensayo general de 7.1, pero que se sintió como de 10 grados. La resiliencia está en sus jóvenes que sin haber vivido el sismo del 85 lo hicieron mejor que la heroica generación de aquel año. Están en las calles y plazas heridas, haciendo pacientes colas para tener la oportunidad de salir en brigadas. Aprendieron en minutos los nuevos códigos de “silencio” cuando hay la esperanza de encontrar sobrevivientes, los protocolos para verificar información, los turnos de 12 horas o más, los instrumentos que sólo los rescatistas conocían. Los jóvenes que ven natural que el Ejército y la Marina estén donde deben estar: ayudando con su experiencia y disciplina en la mitigación de desastres naturales. Los jóvenes de la capital, también aquellos que viajaron horas para salvar a otros.
Esa energía redescubierta de los habitantes de la capital y el convencimiento de que a la naturaleza de la Naturaleza no la podemos cambiar, deben ser el motivo para tomar decisiones radicales y de largo alcance. No se trata de desafiar los límites de la vulnerabilidad de ciertas zonas de la ciudad sino de rendirnos ante la evidencia. Debemos construir en otras partes y no densificar habitacionalmente zonas en las que los sedimentos lacustres de milenos amplifican las ondas sísmicas.
Éste es el momento para tomar esas decisiones con los ciudadanos afectados y con sus vecinos: planificar participativamente con ellos y con los expertos, con los académicos, con los constructores, con los urbanistas y especialistas en movilidad y espacio público. ¿Debemos reconstruir ahí donde se cayeron los edificios o debemos pensar en nuevas alternativas? ¿Serán una de éstas las 700 hectáreas que dejará el actual Aeropuerto de la Ciudad de México: podrá ser éste un espacio para recibir a las familias afectadas?
Este macrosismo causará uno igual en las finanzas públicas, a menos que se tomen decisiones importantes. El Acuerdo de Certidumbre Tributaria de 2015 contempla no subir impuestos ni alterar los valores de los existentes a menos que haya “eventos macroeconómicos sustanciales” (punto 6). Ya lo fue la caída del precio del petróleo en 2016 y se prefirió la austeridad que entre otras cosas redujo a la mitad del Fondo de Capitalidad de la CDMX. Ahora es inevitable repensar ese acuerdo: ¿Debemos pagar 2.1% del PIB en deuda frente a cientos de miles de viviendas perdidas en el sur del país? ¿Deben continuar las dispensas fiscales a las grandes empresas? Los partidos en mayor o menor medida han anunciado renuncias sustanciales al financiamiento publico para la campaña de 2018 para que se destinen en forma extraordinaria a la reconstrucción. Lo aplaudo, pero sólo recuerdo que los recursos esfumados en La Gran Estafa son equivalentes a los recursos a los que se renunciaría: 7 mil millones de pesos. Los partidos políticos por imperfectos que sean son necesarios en una democracia; los funcionarios, empresarios y rectores corruptos no lo son. Nos vemos en Twitter: @ceciliasotog y fb.com/ceciliasotomx.
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