Los Estados Unidos me hicieron feminista

No se pierdan este artículo de la modelo Paulina Porizkova, publicado en el New York Times el 10 de junio.

Antes pensaba que la palabra “feminista” evidenciaba inseguridad. Creía que una mujer que necesitaba afirmar que era igual a un hombre también podría gritar que era lista y valiente. Pero si lo eres no había necesidad de decirlo. Pensaba así porque antes era una mujer sueca.

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La primera vez que pisé una escuela sueca tenía 9 años. Recién llegada de Checoslovaquia un niño me hostigó porque era inmigrante. Mi única amiga, una niñita pequeñita, le dio un puñetazo en la cara. Me quedé impresionada. En mi  otro país, una niña a la que hostigaban iría a chismolear o a llorar. Traté de ver qué decían mis compañeros de la hazaña de mi amiga, pero nadie pareció darse cuenta. No me llevó mucho darme cuenta que repentinamente mi poder era igual al de los niños.

En Checoslovaquia, las mujeres regresan a casa después de un largo día de trabajo a cocinar, limpiar y servir a sus maridos. A cambio,  las lisonjean, las ignoran y ocasionalmente abusan de ellas, no muy diferente de cómo se trata a un animal doméstico. Pero eran animales domésticos mentalmente inestables. Como vacas lecheras que podían salirse de control si no sabías exactamente cómo manipularlas.

En Suecia, las tareas de la casa se dividían de manera igualitaria. Pronto mi padre estaba limpiando y cocinando también. ¿Por qué? Se había de divorciado de mi madre y se había casado con una mujer sueca.

Cuando se acercaba la edad de la secundaria, los muchachos querían besarnos y tocarnos y las jóvenes nos convertíamos en un grupo de reinas benevolentes que otorgaban favores. Entre más querían de nosotras, más poderosas nos hacíamos. Cuando una joven decidía otorgar sus  favores, el muchacho afortunado era envidiado y celebrado. ¿Alguien te llamaba puta? ¿Puta, qué es eso?

Los condones eran provistos por la enfermera de la escuela sin preguntar. La educación sexual nos alertaba acerca de los peligros de las enfermedades venéreas y el embarazo no deseado, pero también se enfocaba en cuestiones agradables como la masturbación. Porque que una joven fuera propietaria de su sexualidad significaba que  era dueña de su cuerpo, dueña de sí misma. La palabra “feminista” se sentía anticuada; no había necesidad de usarla.

Cuando me mudé a París a los 15 años para trabajar como modelo, lo primero que me sorprendió fue qué tan diferente se comportaban los hombres. Ellos me abrían la puerta, querían pagarme la cena. En vez de sentirme celebrada,  me sentí tratada con condescendencia. Decidí proclamar mi poder de la manera que había aprendido en Suecia: siendo sexualmente asertiva. En las discos, cuando veía a algún desconocido atractivo, bailaba hasta llegar a él para hacerle saber que lo había escogido. Casi siempre huían y cuando no, me preguntaban cuánto cobraba.

En Francia, las mujeres tienen poder pero es un poder secreto, como un cuchillo stiletto. Todo se trata de manipulación: la astuta sexy que atrae al hombre para hacer con él lo que quiere. No fue sino hasta que llegué a los Estados Unidos, a los 18, y me enamoré de un estadounidense que realmente tuve que revisar mis nociones culturales.

Resultó que la mayoría de los estadounidenses no consideran al sexo como un hábito saludable o un instrumento de negociación. En vez de eso era algo secreto. Si yo mencionaba la masturbación se les ponían las orejas rojas. ¿Orgasmos? Los hombres hacían comentarios obscenos, las mujeres guardaban silencio. Había una línea fina entre lo privado y lo vergonzoso. El ginecólogo me hablaba del tiempo mientras me hacía el examen pélvico como si yo fuera una joven victoriana que no sabía donde estaban todas mis cosas.

En Estados Unidos, el cuerpo de una mujer parecía pertenecer a todo mundo menos a ella. Su sexualidad pertenecía su marido, su opinión sobre sí misma a los círculos  sociales y su útero pertenecía al gobierno. Ella debía ser madre, amante y  profesionista (por un pago mucho menor) al mismo tiempo que debía permanecer perpetuamente joven y delgada. En Estados Unidos los hombres importantes son deseables. Las mujeres importantes tenían que ser deseables. Eso me enojó.

En la República Checa, los apodos para las mujeres siempre son de animales: Mi pollita gatito, vaca vieja, puerca. En Suecia, las mujeres son las gobernantes del universo. En Francia las mujeres son objetos peligrosos para atesorar y temer. Para mal o para bien, en esos países las mujeres saben su lugar.

Pero a las mujeres estadounidenses se le dice que pueden hacerlo todo y luego se acaba con ella en el momento que lo hace. Al adaptarme a mi nuevo país, mi poder como mujer sueca empezó a marchitarse. Me uní a mujeres cercanas que trataban de hacerlo todo y fracasaban miserablemente. Ahora no tengo otra opción que sacar del cajón polvoriento la palabra “feminista” y desempolvarla.

Mi nombre es Paulina Porizkova y soy una feminista.

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