12 de Marzo de 2018
A los pocos días de mi regreso a México en mayo de 2006, después de cinco años como embajadora de México en Brasil, me tocó seguir por televisión el segundo debate presidencial entre los candidatos Felipe Calderón, López Obrador y no me acuerdo quién más. Desde 2003, la izquierda gobernaba Brasil y el presidente Lula triunfó en las elecciones pese a una campaña no muy diferente a la del “peligro para México” utilizada contra AMLO.
No me pareció que el candidato del PRD representara un peligro en el sentido que lo pintaba la propaganda del partido Acción Nacional, yo estaba curada contra las campañas de marketing político por imaginativas que fueran. Pero terminé el debate con escalofríos y una profunda desazón: AMLO me pareció singularmente inmaduro e impreparado para la responsabilidad de la Presidencia.
Tres o cuatro días antes de la elección, con dolor, decidí no dar mi voto a mi admirada Patricia Mercado, cuya agenda de derechos y autonomía personal para hombres y mujeres la hacía la candidata más avanzada; me pareció que AMLO —como sucedió con Lula y tantos otros líderes derrotados varias veces antes de ganar— requería pasar por el purgatorio de una derrota para madurar. Di mi voto a Felipe Calderón y sólo eso: no podrán encontrar en los archivos de Presidencia o en ningún otro, alguna comunicación o solicitud mía en su periodo de gobierno. La toma de Reforma y peor aún, la llamada Presidencia legítima me mostraron lo ingenua que había sido. ¿AMLO impreparado e inmaduro? ¿La derrota lo haría madurar? El pobre hombre estaba deschavetado.
De ahí que su “al diablo con sus instituciones” proferido por López Obrador, se refería a mis instituciones: el IFE que generaciones de mexicanos habíamos construido, demostrando en cada derrota las trampas de una autoridad electoral controlada desde el Ejecutivo; las batallas épicas para que la extraordinaria energía desatada a raíz de la triunfal campaña del ingeniero Cárdenas en 1988, se convirtiera en un motor para cambios profundos en el sistema electoral, el trágico año de 1994 que hizo que aquella campaña fuera la última en dirimirse con un árbitro oficial y diera pasos a las reformas de 1996 y 1997.
Pero ahora leo estupefacta en el artículo de Jesús Silva-Herzog Márquez del lunes pasado Sus instituciones que, 12 años después, encuentra que “al diablo con sus instituciones”, el grito de López Obrador al no reconocer el veredicto del TEPJF, fue y es un buen diagnóstico de las instituciones capturadas por el Estado, si bien difiere de la receta populista prescrita por el doctor AMLO. ¿12 años después? ¿Es lo mismo 2006 que 2018?
No. En 2006, el candidato derrotado por unos 0.56 % de los votos, entre ellos el mío, quería mandar al diablo a la Sala Superior de la Suprema Corte de Justicia de la Nación especializada en asuntos electorales, el TEPJF, que había reconocido el triunfo de Calderón; se refería a la SCJN con las decisiones dignas de la entonces ministra Olga Sánchez Cordero y del ministro José Ramón Cossío en las controversias constitucionales a raíz del desafuero contra López Obrador. ¿Mandar al diablo a la SCJN, cuya independencia del Poder Ejecutivo era uno de los mayores logros de esta generación? ¿Mandar al diablo al IFE, a cuyas reglas se sometió hasta que perdió la elección y cuya autonomía e independencia —por imperfectas que sean— costaron tanto en vidas y batallas políticas a los mexicanos? Pero ahora resulta —12 años después— que el estimado articulista encuentra que el diagnóstico estaba bien. No: de ninguna manera: la diatriba de AMLO ni estaba bien en 2006 ni lo está en 2018.
A poco más de 100 años de la revolución de 1910, la abrumadora mayoría de mexicanos ha optado por la vía reformista —no revolucionaria— para transformar al país. Por ello, conviven instituciones viejas y caducas, alimentadas por inercias y resistencias al cambio —como la PGR—, con instituciones novedosas, algunas más sólidas que otras, cercadas por el Estado pero capaces de resistir las presiones gracias a un valioso aprendizaje del ejercicio de la autonomía y el surgimiento de iniciativas cada vez más audaces de la sociedad civil organizada y empoderada.
Ahí está la Cofece con dictámenes demoledores contra los poderes fácticos, la SCJN con sentencias capaces de causar terremotos de 9 grados contra las inercias del viejo sistema político, el Inai que obliga a la transparencia y cuyas herramientas son fundamentales para el periodismo de investigación, el INE y el TEPJF que resisten los persistentes intentos de los partidos por capturarlos. Abundan los ejemplos de lo nuevo y lo viejo. Al diablo lo viejo, no lo que hemos creado con sangre sudor y lágrimas a favor de la democracia no solo electoral, sino de género, de derechos para todos.
El problema con AMLO es que carece de una convicción profundamente demócrata. Desconfía de la democracia y de las instituciones creadas por otros. Su reflejo condicionado es autoritario y paranoico. Su referencia es él. No los otros. Por ello, en su libro La salida no hay una sola mención al Sistema Nacional Anticorrupción porque no es de él, sino de los miles de activistas que dieron su firma para ello, dedicaron incontables horas a imaginar una nueva arquitectura institucional anticorrupción, tejieron alianzas con legisladores, empresarios, funcionarios y expertos, examinaron las experiencias internacionales contra la corrupción y siguen peleando porque éste se implemente.
AMLO ofrece buen gobierno planteando como garantía sus cualidades personales. Ni en la República de Platón, de hace más de 2 mil años se proponía algo tan incierto. Un sistema de pesos y contrapesos, vigilancia de la sociedad civil, instituciones independientes y autónomas como propone el Por México al Frente y su candidato Ricardo Anaya, es algo más complejo, pero infinitamente más seguro. Nos vemos en Twitter: @ceciliasotog y fb.com/ceciliasotomx
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